Cuando no se arreglan las rutas, solo resta limitar aún más la velocidad

Con el placer habitual de recibirlos en este espacio, quiero compartir con ustedes la impresión de que empezamos a transitar una etapa en la cual todos esperamos con temor que suceda un evento económico o social complicado, que obligue a un cambio de rumbo. Lo que no sabemos es cuándo pasará.

Sin dudas, se ganó tiempo. Pero patear y agravar los problemas para el próximo año no es una solución. Tarde o temprano, vamos a tener que enfrentar esos problemas. Amigos lectores, en economía se sufre más esperando una mala noticia que cuando esa noticia finalmente llega.

“El tiempo pone a todo el mundo en su sitio, pero la verdad es que casi nunca eso se da con una prisa excesiva” (Juan Miñana).

Cuando alguien me reconoce como analista financiero por la calle me pregunta: “¿Y? ¿Cuándo explota? ¿No está muy tranquilo el dólar?” Sin dudas, no tengo las respuestas, pero en los interrogantes mismos se percibe el riesgo de la profecía autocumplida.

Es ahí donde uno tiene que prestar atención a los discursos de los protagonistas que dirigen nuestros destinos, ya sean integrantes del Poder Ejecutivo, del Poder Judicial, del Poder Legislativo, o de los poderes sindicales o empresariales. ¿Y a qué deberíamos estar atentos?

1. Cuando los protagonistas hablan el 90% del tiempo sobre el pasado y solo el 10% sobre el futuro, es que el futuro no es alentador.

2. Cuando los protagonistas solo buscan entre quiénes repartir culpas y no buscan dar soluciones, es que seguramente no las tienen.

3. Cuando, en lugar de aumentar la oferta de productos o divisas alentando a producir más, solamente limitan la demanda, entonces es que ya perdieron su capacidad de liderazgo.

4. Cuando solo levantan la voz o tocan más fuerte los tambores para imponer las ideas, es que ya no son muy escuchados.

5. Cuando solo les declaran la guerra a los problemas, pero no los enfrentan, es que ya perdimos la batalla.

6. Cuando solo cortan la pizza en más porciones para hacernos creer que así calman más el hambre, o cuando ponen más límites para conducir en las rutas por su incapacidad de arreglarlas, es que solo les importa el relato.

Por eso, se acerca una etapa a la que llamaría “momento de decisión”. Y cuando no se toman las decisiones a tiempo son las circunstancias las que deciden por nosotros.

Hay probabilidades que son ciertas. Por ejemplo, la probabilidad de morirse aumenta con el tiempo y en la medida en que el tiempo pasa, en consecuencia, más probable que la muerte suceda. Se llama probabilidad lineal.

Pero hay otras cosas que tienen un pico de probabilidad y que, si no suceden en ese momento del pico, es poco probable que alguna vez ocurran. Se llama probabilidad logarítmica. A modo de ejemplo, supongamos que el Papa estadísticamente tarda seis semanas en contestar una carta. Un ferviente creyente le escribió hace cinco semanas. En ese momento, el interesado en la respuesta está en un punto máximo de expectativa y eso lo mantiene atento, vibrante y emocionado al menos por dos semanas más. Pero si a la semana número nuevo, número diez, o al año, el Papa todavía no le contestó, esas expectativas se transforman en frustración.

Soy de los que creen que un ahorrista se convierte en un inversor en la economía real cuando percibe tres situaciones. La primera, que podrá ganar plata, la segunda, que sentirá que la plata que gana es suya y podrá disponer de ella (seguridad jurídica) y la tercera, que tendrá seguridad física.

Sin seguridad jurídica no hay inversiones. Y sin seguridad física no va a haber inversores.

En la actualidad, generar renta es complicado con este costo argentino. Entre los impuestos, las tasas de interés para financiarse y el costo del riesgo laboral hoy se hace muy difícil ser rentable.

Está claro que la Argentina, así como está, no es productiva, ni competitiva, ni eficiente. Se necesitan cambios estructurales importantes, la pobreza no se va a resolver solo con crecimiento o bajando la inflación. Gran parte de la pobreza está en los sectores más jóvenes y estos no tienen acceso a la educación. Por un lado, tendremos empresas que necesitarán empleados y, por el otro, personas desocupadas que no tendrán los conocimientos compatibles para ocupar esos puestos de trabajo.

Tampoco percibo seguridad jurídica. El cambio permanente en las reglas del juego mata al propio juego.

Por último, no subestimaría nunca la seguridad física. Creo que la mayoría de los que se van de nuestro país hoy no se van por un tema económico, sino por un tema de inseguridad.

Pero, ¿saben qué? Creo que lo descripto es ya muy conocido por todos y que forma parte de los precios de nuestras casas, de nuestros salarios, de nuestras empresas y de nuestras jubilaciones.

Estamos pagando el costo con nuestra mala calidad de vida y eso nos va a hacer reaccionar. Ya no alcanza con la intención de un gobierno ni del Congreso. La población tendrá que ejercer su presión para que los cambios se produzcan.

Hoy solo se necesitan tres de cada diez trabajadores para producir y entregar los productos que consumimos. Todo lo que extraemos, cultivamos, diseñamos, construimos, fabricamos y transportamos es obra de aproximadamente el 30% de la fuerza laboral. Y ya no somos ricos por tener materias primas.

El resto de nosotros nos dedicamos a planear qué es lo que se va a hacer, a decidir dónde instalar las fábricas, a prestar servicios personales, a dar seguimiento a lo que se está haciendo, a mejorar nuestra comunicación, a insertar productos. Nuestra riqueza hoy se basa en el conocimiento.

Lo que está pasando ahora es lo que podemos llamar “el colapso de la confianza”. La creencia de que los líderes no solo son corruptos, sino que son incapaces de generar credibilidad.

Cuenta la fábula que un campesino no paraba de quejarse. Se quejaba contra sus vecinos, contra los medios de comunicación y, principalmente, contra su caballo. Justo el buen caballo se le murió cuando pasó la segunda semana en que el campesino le había enseñado a vivir sin comer. Hasta el día de hoy, el campesino cree que su caballo no murió de hambre, sino por la depresión que le hicieron sentir los vecinos y los medios de comunicación al advertirle al caballo que comiera o se moriría.

La incertidumbre forma parte de nuestra vida y hay que aceptarla. No hay que tener miedo al futuro. Soy de los que creen que no tocamos fondo, que falta atravesar unos duros meses. No va a ser fácil, y la Argentina tiene que discutir y resolver temas estructurales que van a llevar más de una generación.

Pero tengo una fe enorme en nuestro futuro. Como conclusión, déjenme cerrar con el pedido de que reflexionemos sobre o siguiente.

¿Qué pasaría si empezamos los argentinos a no querer cambiar todo de golpe, de un extremo al otro? Si empezamos a entender que es mejor crecer 10 años seguidos al 2% anual, que dos años al 7% para luego perder en 3 años el 4%. Que cada año podamos decir que estamos un poco mejor, en lugar de querer que todos los años sea “el año”, hipotecando así el futuro. De algo sí tenemos pruebas: con lo urgente, necesario y transitorio no llegamos a ningún lado.

Cuando Quinquela Martín pintó su cuadro titulado El puerto y el trabajo, es probable que su familia y sus amigos hayan pensado que estaba loco, que se pasaba el tiempo pintando allí, siguiendo una pasión en lugar de trabajar.

Es probable que hoy ese cuadro valga más incluso que el patrimonio de muchos de nosotros.

Cuando uno toma una decisión, hay que enfocarse a diez años. Por eso, mi consejo es que no se guíen solo por las noticias, que solo muestran el día a día y eso confunde. Pero tampoco se guíen por la opinión de los grandes organismos multilaterales, que opinan a partir de informes técnicos escritos desde un piso 25 de un lujoso hotel, sin tener contacto con la economía real.

Guíense por su percepción. Por lo que crean que va a pasar en diez años. Si usted cree que nuestra situación no va a mejorar más, no pierda tiempo y tome decisiones antes de que las circunstancias las tomen por usted.

Si ustedes creen, como yo, que la Argentina es un país demasiado barato para las oportunidades que nos puede ofrecer, como lo pensaron por suerte mis abuelos, todavía vale la pena dar pelea.

Cuando no se arreglan las rutas, solo resta limitar aún más la velocidad

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